sábado, 18 de diciembre de 2021

La migración, mi no estar


Este 18 de diciembre es el Día Internacional del Migrante. Hace casi seis años, por una razón familiar, me fui de Venezuela. No he vuelto, y no ha habido un solo día en que no la extrañe, no la sueñe y no quiera volver. Muchas noches he soñado que estoy caminando por Caracas, y cuando me despierto no entiendo dónde estoy.

Por casi un año dejé buena parte de mis cosas en una maleta porque me decía que pronto regresaría. Pasaron los años y sigo fuera, preguntándome a diario cuándo volveré.

Sin darme cuenta he tomado una actitud de resistencia que lo reflejo en mínimos detalles. No he cambiado nada mi acento. No he adaptado ni una sola palabra del país donde ahora vivo. Sigo pidiendo que me den un "jugo" en vez de un "zumo". Hasta hace poco seguía pidiendo en las cafeterías que me dieran una "torta" en vez de una "tarta", hasta que mi hija Aitana, ya preocupada, me dijo: "mamá, te van a terminar dando una cachetada"...He llamado a la dueña del apartamento donde vivo explicándole que se dañó el "fregadero" o "la poceta" y ella no entiende. Se ríe y me pide que le mande una foto.

He pasado casi seis años fuera de mi país y hablo más caraqueño que nunca. Si no me entienden, me disculpo y les explico "es que no soy de aquí" y busco otras maneras de hacerme entender sin que eso implique utilizar un vocabulario que no es el mío.

Sigo escuchando a todo volumen la música de mi país y le enseño a mí hija a bailar salsa y tambor, a pesar de que ella naturalmente baile y prefiera flamenco porque vive en España desde que tiene 8 meses. Así que a sus seis años y tres meses baila un poco de salsa y tambor, pero moviendo las manos como una andaluza.

Hago más arepas que nunca y todas las noches le sirvo una arepita de cena a mi hija, pero ella me pregunta con su voz dulce si mejor no podemos cenar una "picadita" con un poco de jamón, pan, aceitunas, tortilla de patatas...o si es verano, gazpacho. Si vamos al mercado le digo que agarre "jojoto", al principio no me entendía, y ahora me dice "se dice mazorca, mamá".

Si por cualquier razón tengo que tomar un taxi, no pido uno de línea, sino de Uber (por más de estar consciente de lo explotadora que es esa empresa y que evade impuestos en España). Lo hago porque la mayoría de los conductores de Uber son casi siempre venezolanos, ecuatorianos, peruanos, colombianos, marroquíes. Y siempre en esas conversaciones empezamos a recordar y extrañar juntos.

No pido comida a domicilio porque no puedo soportar que en temporadas de extremo frío o calor toque a mi puerta un venezolano explotado laboralmente. Las contadas veces que lo he hecho no puedo evitar preguntarles "¿eres venezolano?". Cuando me responden que sí es obligada mi otra pregunta: "¿por qué te viniste?". Ellos responden de inmediato: "es que la vaina está muy jodida allá". Los entiendo y repregunto: "¿y no quisiera volver?". Casi todos responden que sí de forma automática. Y yo, con una sonrisa cómplice les confieso que yo también. 

Cuando bajo al parque con mi hija casi siempre termino hablando con las cuidadoras de niños o ancianos. En su mayoría son venezolanas, latinoamericanas. Y así se me van las tardes, recordando con ellas hasta las lágrimas las cosas lindas de nuestras tierras.

Después de casi 5 años, la primera vez que fui a la casa de alguien fue de una venezolana. Extrañaba tanto esa costumbre de llevar a nuestros conocidos a la casa para tomarnos un café. Los españoles, al menos con los que yo he compartido, no lo suelen hacer. Ellos ya han conquistado las calles como para pasar el tiempo encerrados en casa. Prefieren invitarte algo para tomar en una terracita, así sea al lado de su edificio. Pero yo extrañaba tanto ese "vente pa' mi casa" que la primera vez que me invitaron no podía disimular mi alegría y llamé a mi mamá para contarle.

Mis tres grandes amigas en Madrid son las madres de las amigas de mi hija. Dos son venezolanas y una vasca. Con mis dos amigas venezolanas nunca nos hemos puesto a hablar de política. Nunca nos hemos preguntado de qué tendencia política somos, intuimos que seguramente serán diametralmente opuestas, pero es que no tiene sentido entrar en temas que nos distanciarán si tanto nos necesitamos ahora.

A mi hija la escolaricé en un centro educativo lleno de migrantes. No quise que se sintiera extraña, extranjera, como me siento yo. Así que logré que estudiara en un colegio lleno de venezolanos, ecuatorianos, peruanos, rumanos y españoles. Decir "chévere", "fino" o llevar tequeños o arepas de merienda es algo normal en su salón. Ser distinto en su escuela es lo normal. Y eso me hace feliz.

España es un país maravilloso, con gente muy amable que trata de integrarte, que le encanta hablar y contarte su vida en una tarde, aunque puede ser que al día siguiente ni te saluden. No es que no te quieran, es otra forma de relacionarse.

Con el tiempo he aprendido a querer a España. Admiro su sistema de salud público, a los maestros, su amplia gama de ofertas culturales, sus espacios para los niños. Amo y me enternecen sus adultos mayores, con tantas historias hermosas que cariñosamente comparten. Amo el cielo de Madrid, que por más duro que sea el invierno, siempre sale, te llena de fuerzas y nutre mi cuerpo caribeño.

Me indigna escuchar a los médicos cuando me cuentan que están desmantelando el sistema público de salud. Me digo ¿cómo no luchan más por defenderlo si en nuestros países latinoamericanos daríamos la vida por tener uno así? Ellos ya lo tienen y poco a poco se los están quitando. Pero mi indignación llega hasta ahí, no me atrevo a alzar la voz porque de inmediato me cae la ficha: "este no es tu país".

Para mí, la migración ha sido un no estar. No estoy en Venezuela físicamente, pero tampoco estoy en España es esencia. Estoy caminando por Madrid, pero con las imágenes de Venezuela en mi cabeza. Con indignación acumulada por las injusticias sociales que se cometen en España, pero sin el atrevimiento de inmiscuirme en sus asuntos internos. Con indignación acumulada por injusticias que se cometen en Venezuela, pero sin autoridad moral para criticarlas porque tampoco estoy allá, no las estoy viviendo.

Muchos me preguntan: ¿pero por qué extrañas tanto Venezuela? Y yo les hablo de nuestros mares, de nuestro clima de eterna primavera en Caracas, de los ríos de la Gran Sabana, las montañas, de mi gente, de lo divino que es viajar en autobus con la música a todo volumen y tararear con el resto de pasajeros  cualquier canción, de lo hermoso que es sentirte querido con la gente saludándote, sonriéndote y ofreciéndote lo que tengan (o no) aunque te acaben de conocer; de lo viva que me hace sentir que nuestra gente digna avance convencida de que todo estará mejor, que todo está por construir y que todos somos necesarios.

Cuando me refutan y me dicen "pero aquí estás mejor" les doy la razón. Es verdad. Aquí no tengo miedo de que me roben, me secuestren, no tengo la preocupación de tener que pagar por una buena educación para mí hija porque mi hija puede ir a un excelente colegio público, cuando se enferma puedo ir a un increíble hospital público sin pagar nada (bueno, lo pago e invierto con los altos impuestos que gustosamente pago). Pero me carcome ese cálculo porque cada vez estoy más convencida que uno se debe a su tierra, a su gente, porque como me dijo una vez mi amigo Mauricio Rodríguez: "la patria es como una madre y ella siempre querrá tener a sus hijos con ella".

Yo soy nieta de migrantes, por parte de madre y padre (excepto por mi abuelo paterno que era de familia wayúu). Vi crecer a mi abuela materna llorando porque extrañaba Napoli. Recuerdo que ella esperaba meses y meses por las cartas que llegaban de Italia para saber cómo estaba su familia. Cuando finalmente llegaban, ella las leía, lloraba, lloraba y lloraba. Así pasó sus últimos 40 años. Mi abuelo materno, Palmerino, no. Él amaba con todas sus fuerzas a Venezuela. Estaba convencido que Venezuela era una tierra de gracia y enseñó a mi madre, y ella a mí, a querer y respetar a Venezuela.

Ahora yo no espero cartas, pero me la paso pegada a Twitter o a Whatsapp para recibir noticias de mis amigos y seres queridos de Venezuela. Ahora es mi hija Aitana la que me ve llorar e intenta con sus bailes andaluces y chistes, hacerme reír, como yo hacía con mi abuela Anita.

Mi abuela paterna, Margarita, me cuenta que sus padres salieron del País Vasco en plena Guerra Civil española. Ella nació en Francia, y cuando llegó la Segunda Guerra Mundial se fueron a Venezuela. Cuenta ella que muchos años después, cuando volvió al País Vasco, sus primos le recriminaban que era fácil volver cuando ya había paz mientras ellos sufrieron todos los desmanes de la guerra. Le decían que ya no era vasca porque después de tanto tiempo era poco lo que le quedaba. En Venezuela, dice ella, siempre fue la vasca, a pesar de la generosidad y la hospitalidad de los venezolanos. Así que ahora ella dice "no soy vasca, no soy venezolana. Soy de África, de la madre tierra".

Yo no quiero vivir como mi abuela Anita, llorando por su país. No quiero ser como mi abuela Margarita, que ya no se siente de ningún lado. Yo soy de Venezuela, y espero, más temprano que tarde, volver a ella. Dejar de no estar.







jueves, 27 de mayo de 2021

La suerte de Protasevich, Navalny y Leopoldo que no tienen ni los palestinos ni los colombianos


Tres acontecimientos han conmocionado a buena parte del mundo durante este mes de mayo, pero solo uno logró una respuesta firme y unánime de la Unión Europea. Solo uno fue calificado por ellos como "un escándalo internacional": el supuesto aterrizaje forzoso de un avión en Bielorrusia.

Entre el 10 y el 20 de mayo, el Ejército israelí asesinó a unos 270 palestinos en la Franja de Gaza en su lucha contra milicias palestinas. Del total de víctimas mortales, una cuarta parte de ellos eran niños y menores de edad.

Sumado a eso, el Ejército israelí bombardeó escuelas, hospitales, laboratorios, estructuras de saneamiento y edificios residenciales y de la prensa internacional. Los ataques, además, se daban contra un territorio que ya lleva 14 años bloqueado por el Estado de Israel y que incluso en plena pandemia se ha negado a vacunar a los palestinos, violando sus responsabilidades como potencia ocupante, y a su vez obstaculizando la entrada de vacunas contra el coronavirus adquiridas por las autoridades palestinas.

En plena escalada violenta, el Gobierno israelí argumentó que ejercía su derecho a la legítima defensa, pero organizaciones internacionales y activistas de distintas partes del mundo denunciaron que no se trataba de un hecho aislado porque cada cierto tiempo Israel hace un uso desproporcionado de la fuerza, comete crímenes de guerra al atacar objetivos civiles y viola de forma constante los derechos del pueblo palestino.

Mientras la emergencia humanitaria recrudecía en Gaza, en otro extremo del mundo los colombianos denunciaban que las fuerzas de seguridad del Estado los estaban matando. Organizaciones defensoras de derechos humanos de ese país han contabilizado más de 40 muertos por parte de la Fuerza Pública desde que se iniciaron las protestas el 28 de mayo y unos 400 desaparecidos. Además, se ha denunciado la instalación de las tristemente recordadas casas de pique para descuartizar a personas y la existencia de fosas comunes. 

Pero ni lo sucedido en Colombia ni en la Franja de Gaza ha provocado una condena contundente de la Unión Europea que permitiera frenar la masiva violación a los derechos humanos en esos países. 

Sobre el caso palestino, el portavoz de Exteriores de la Unión Europea, Peter Stano, explicó que "nadie en la Unión Europea puso sobre la mesa la opción de sanciones" contra Israel porque ese es un instrumento que se emplea "cuando falla todo lo demás". Por eso la apuesta, dijo, era "resolver la escalada bélica por la vía diplomática".

Pero si es un último recurso que se emplea, ¿por qué se han impuesto de manera tan fácil medidas coercitivas unilaterales, llamadas por ellos sanciones, contra países como Venezuela, Rusia o Bielorrusia?, ¿acaso con esos países se agotaron las vías diplomáticas?

Contra Venezuela se han impuesto sanciones por supuestas violaciones a los derechos humanos, sin mencionar a los ciudadanos chavistas que han sido asesinados e incluso quemados vivos por opositores. Han sancionado a Venezuela hasta por hacer elecciones, como sucedió tras la elección presidencial de 2018. Además, han hecho serias amenazas de aplicar más medidas si la Justicia venezolana tomaba acciones contra el exdiputado Juan Guaidó, quien se autoproclamó presidente en 2019 en una plaza de Caracas. Las medidas coercitivas unilaterales se han mantenido contra Venezuela a pesar de los "efectos devastadores" que han provocado en la población, tal como lo alertó la relatora especial de la ONU, Alena Douhan.

A Rusia le han impuesto sanciones por apoyar a la población del Este de Ucrania, por recuperar el territorio de Crimea tras la petición de sus ciudadanos, por la supuesta injerencia en las elecciones de Estados Unidos, por ciberataques no probados y por el supuesto envenenamiento, tampoco probado, del opositor Alexey Navalni.

Contra Bielorrusia se han impuesto duras sanciones por la realización de las elecciones presidenciales de 2020, que el bloque europeo consideró fraudulentas, y recientemente por, supuestamente, haber forzado el aterrizaje en Minsk de un avión que viajaba de Atenas a la capital lituana y que tenía como pasajero a Román Protasevich, uno de los promotores de las manifestaciones que desconocieron la victoria de Lukashenko y quien fue detenido al bajar del avión.

Para el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, el aterrizaje del avión en Bielorrusia se trató de un hecho "inaceptable" y para la Unión Europea de "un escándalo internacional". No pasaron ni 48 horas, aún no estaba claro lo que había sucedido, cuando el Consejo Europeo aprobó una batería de sanciones contra el Gobierno bielorruso. Además, exigieron la liberación inmediata de Protasevich.

Poco importó la revelación del audio de la conversación entre el piloto del avión y los controladores aéreos que evidenciaría que el aterrizaje fue acordado tras la advertencia que llegó desde Suiza sobre una posible bomba que podría detonar al llegar a Vilna, capital lituana.

Algunos podrán decir que fue un exabrupto el aterrizaje del avión, que fue una maniobra para detener a Protasevich. Está bien, cada uno puede tener su opinión, pero cada vez son más personas las que se preguntan: ¿por qué la Unión Europea no dijo lo mismo cuando pusieron en riesgo la vida del entonces presidente boliviano Evo Morales cuando varios países europeos le impidieron aterrizar e incluso sobrevolar su espacio aéreo por una sospecha infundada de que Edward Snowden viajaba con él?, ¿por qué no alzan la voz con la misma contundencia cuando masacran al pueblo palestino o colombiano?, ¿por qué defienden individualidades como a Leopoldo López, Navalni o Protasevich mientras callan cuando pueblos enteros denuncian que los están matando?, ¿acaso unas vidas valen más que otras?, ¿quién toma las decisiones en la Unión Europea?, ¿por qué se escandalizan de que en Venezuela, Rusia o Bielorrusia la Justicia actúa contra quienes han llamado abiertamente a derrocar a sus Gobiernos mientras en sus países, como en el caso de España, mantienen a un cantante encarcelado por las letras de sus canciones?, ¿por qué repartir sanciones con tanta ligereza contra algunos Gobiernos y ser tan cautos con otros?, ¿realmente defienden los derechos humanos?, o ¿acaso utilizan el discurso de los derechos humanos para aplicar medidas violatorias a la Carta de la ONU para asfixiar a Gobiernos que son incómodos a los intereses de Estados Unidos?

Son muchas las preguntas y demasiadas las contradicciones. Demasiado doble rasero.